A Lucio.
La tradicional y entrañable costumbre del nocturno ayuntamiento de gente alrededor del reverbero de un buen fuego para contar historias se está convirtiendo de manera acelerada – si no lo ha hecho ya – en mero recuerdo de melancólicos mayores o en arcaísmo simpático traído por los pelos entre juegos y risas en los campamentos juveniles. El arte eminentemente oral de narrar historias cae en el olvido arrastrado y empujado por el omnímodo poder de medios más espectaculares y atractivos, Nerones que incendian la narrativa y el entretenimiento con calculada basura.
En la zona de León y Asturias, aquel hábito cálido y acogedor recibía el nombre de filandón, con el que también se bautizó la curiosa película que ha motivado estos párrafos. El filandón consistía en la reunión de varios vecinos, amigos, familiares y conocidos en la cocina, y, mientras fuera arreciaban las nieves invernales, los allí congregados se dedicaban a contarse historias al amor de la lumbre.
El filandón tiene su etimología en el verbo “filar” – “hilar”, el leonés, a diferencia del castellano, no perdió las [f] iniciales del latín, al nacer y extender muy lejos del influjo del vasco -, ya que además de hilar historias, durante la celebración de la literaria velada era costumbre que las mujeres se dedicaran a hilar o coser. La reunión podía incluir, por supuesto entre el sector masculino, una timbitas de cartas, unas copas compartidas y un mucho de charla insustancial. Igualito que la familia contemporánea embobada ante la pantalla luminosa, vamos.
El Filandón es, además, como ya se ha dicho, el título de una película dirigida por Chema Martín Sarmiento en 1984 en la que cinco escritores recuperan la tradición del filandón para atender a la petición de San Pelayo, el santo cuentista. La película es una rareza indispensable, una original unión de mito, leyenda, cine y literatura, que a pesar del evidente amateurismo de sus intérpretes – algunos de ellos lugareños que buenamente debieron avenirse a colaborar en el invento – merece un atento visionado. El argumento no tiene desperdicio: Julio Llamazares, Antonio Pereira, José María Merino, Luis Mateo Diez y Pedro Trapiello son reunidos por el Santero de la Ermita de San Pelayo para narrarle al santo cinco historias en atención a cierta leyenda. San Pelayo fue un mártir que murió a manos de Almanzor –dicen que acuchillado por la espalda para que la belleza angelical de su rostro no frenara la mano asesina -, no antes, sin embargo, de haber dado feliz cumplimiento a su cometido: entretener al moro durante cinco días mientras las tropas cristianas del rey Bermudo se ponían a salvo. Cuenta la leyenda que cada cierto tiempo la campana de la ermita que se erigió en el lugar de su ejecución tañe sola y el río que pasa por los contornos se tiñe de sangre. La tradición establece que en estos casos cinco personas – en representación de cada uno de los cinco pueblos del valle – deben acudir a la ermita para contarle al santo cinco historias, y así evitar algún tipo de desgracia que, de otra forma, caerá inevitablemente sobre la región. ¡Qué bella reformulación del mito sherezadiano, qué homenaje al poder de la palabra y de la narración como fundadoras y fundamentos de la cultura y la civilización! En la película, habida cuenta del general despoblamiento de zonas rurales como la afectada, el santero opta por reunir a los cinco escritores arriba reseñados, y de ahí los cinco cuentos que, al calor y la luz de la lumbre, narrarán estos autores, en una atmósfera de misterio y nostalgia, envueltos en la magia de la leyenda y el atávico influjo de la naturaleza y de lo desconocido.
Humor, suspense, nostalgia, terror, misterio, leyenda, fantasía se reúnen en este extraño y peculiar mestizaje de tradición y modernidad, de literatura y cine, de leyenda y realidad, de tradición e innovación. Pero sobre todo la película es una excusa para que gente como el que suscribe y los que cometéis la paciente imprudencia de leerme recordemos y reivindiquemos costumbres que no deben perderse, como este mágico filandón tan leonés y a la vez tan universal.
2 comentarios:
El suplemento literario del Diario de León se llama precisamente así, "El filandón". Y hay un libro en el mercado, publicado por Lengua de Trapo (El pájaro que canta el bien y el mal), en que se recogen diversas historias de estas para explicar mientras se hilaba, recogidas de boca de Azcaria Prieto, natural de Prioro pero que vivió casi siempre en Saldaña. Una frase de una de ellas yo la había oído a mi vecino Felicísimo, pero no sabía que pertenecía a un cuento hasta que leí el libro. Es una frase sublime en latín macarrónico, con las terminaciones de los pretéritos perfectos populares en la zona: "Los que fuistis ya vinistis, nada fue lo que trajistis".
lástima que estemos tan alejados, pero los del blog que somos un poco "filandones" seguro que no nos negamos a esas veladas con tertulia y copa.
Yo vengo de un pueblo de noches de invierno "filando", aunque más bien tendría que decir "filando" y "pelando" -porque también servían para la crítica del vecino, cómo no- pero, es muy bonito cómo el hilo de una historia llevaba a la otra y como las filadoras manejaban el arte de la conversación. Yo era niño y sólo escuchaba, que ya es mucho.
¿Dónde se puede conseguir la peli, compa?
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