viernes, 9 de noviembre de 2007

Jugando a ser Dios

Por Iván Sánchez Moreno

La tecnología –entre otras cosas– ha pervertido/acomodado la realidad a las necesidades (o al antojo) del ser humano. En ocasiones, incluso ha permitido trastocar la naturaleza misma, volverla a crear desde cero.

El arte también. Pero su implicación para con la realidad y sus significados es mucho más sutil.

Mas no hablamos de un acto de transformación directa de la realidad agrediendo físicamente la piedra para hacerla hablar a través de una escultura, por ejemplo, ni de transformar electrónicamente el canto de los pájaros en un chirrido insoportable. El arte, unido a las nuevas tecnologías, produce una vía inédita de intermediación semiótica y funcional con el mundo. En los tres casos que se comentarán a continuación, la arquitectura adquiere habilidades de retroalimentación para “dialogar de manera íntima” con la naturaleza.

En 1997 se presentó en el Documenta de Kassel un extraño proyecto de nombre Makrolab. Los responsables de la obra diseñaron una isla artificial con fecha de caducidad –se presupone que a finales de este año ya no quedará ni rastro– que puede desaparecer bajo un manto de nubes que se reproducen (o mueren) según sus gases vayan contaminándose por la influencia de las ondas electromagnéticas. Su corta pero inquieta vida depende enteramente del influjo de los satélites de telecomunicaciones. Si leen la metáfora entre líneas, el mal que afecta/infecta a la pobre isla es el mismo que nos mata lentamente a nosotros: las radiaciones que emiten móviles, aparatos digitales, hornos microondas, antenas parabólicas, etc.

Sobre nubes va también el encargo que la exposición nacional suiza encomendó a Elizabeth Diller y Ricardo Scofidio en el año 2002. Su Blur es una plataforma flotante sobre el lago Neuchâtel que no obstante alberga un absoluto vacío. La gracia de Blur es que su armazón metálico está rodeado por 30000 surtidores de agua –reciclada del mismo lago– que producen un exoesqueleto de vapor. Los minúsculos chorritos de agua entretejen una etérea cota de malla a medida que pone al descubierto tanto como tapa. Cualquier cambio climático afecta a la corporeidad de la isla: si sopla un viento fuerte, los surcos de niebla se estrechan, estiran y afilan, “vistiendo” la estructura con un invisible traje a rayas; si por el contrario se concentra mucha humedad en el ambiente, la nube se condensa bajo la base y la arrastra azarosa sobre la superficie del agua; si aumenta la temperatura, la niebla se evapora y se difumina, como si se tratara en esta ocasión de una pieza de lencería de seda...

Pero el pabellón “vivo” que se lleva la palma es una obra del Instituto de Neuroinformática de Zurich para la misma muestra. Ada es un neuromorfo, un espacio que puede percibir e interactuar con el propio entorno a través de un complejo sistema de sensores –los ojos de Ada, por ejemplo, son las múltiples videocámaras que tiene dispuestas por toda la sala–. El principal órgano sensitivo de Ada es, sin embargo, su “piel”. Bueno, en verdad es un suelo de baldosas hipersensibles a los pasos del paseante. A cada presión, esa “región de suelo” se ilumina con más o menos intensidad, según el peso. A su vez, con esa reacción lumínica no sólo se comunica con el sujeto sino también con las baldosas vecinas que, si entran en el juego, también se encenderán de igual modo formando un imprevisto mosaico. El paseante puede, si lo desea, contestar por imitación –esto es, si entiende la lógica y sigue el ritmo impuesto por la máquina, como en el juego de “Simón dice”–. Si el visitante responde positivamente a ese baile de señales luminosas, despertará el interés de Ada, que dirigirá sus ojos hacia esta curiosidad humana. Para dejar claro que Ada va a por ti, la imagen de uno se verá proyectada en las pantallas que recubren las paredes (y, evidentemente, también esa autoconciencia del saberse el centro de su atención modificará el comportamiento de uno, lo que equivaldrá en cadena a arriesgarse a nuevas propuestas de juego por parte de Ada). La innovación que aporta Ada es su capacidad de aprender, interpretar información y desarrollar una voluntad de comunicación; asimismo está dotada con una memoria prodigiosa para recordar a todos y cada uno de sus compañeros esporádicos de juego.

Ya no es el arte lo que emula a la realidad, sino que es la realidad lo que se ve condicionada por la tecnología. Si la vida ya no es lo que vemos, sino lo que queremos ver –modificándola tecnológicamente–, ¿no será que la repartición estriba en que, donde el arte ponía el deseo y la ilusión, la tecnología arroja su pragmática y su resolución? Hecho el sueño realidad, ¿quién necesita dioses?

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