El Papa

Por Raquel Casas

Ayer salió el Papa otra vez por la tele. Estaba en el clásico balcón rojo saludando con los brazos abiertos. Empezó a hablar. Su discurso me pilló comiendo, es decir, desprevenido. Intenté decirle a M que cambiara de canal, pero fue demasiado tarde, su cantinela me había dejado ensimismado y con la boca entreabierta, al borde de la baba. Decía suavemente: “Totus tuus, totus tuuuuuus”. Y yo lo repetía para mí igual que si fueran las tablas de multiplicar o la lista de las preposiciones, moviendo ligeramente la cabeza como un pequeño barco a la deriva. De repente, su discurso dio un giro inesperado y empezó a susurrar: “Lo oirán los mansos y se alegrarán; su alabanza estará de continuo en mi boca”. Me espavilé de golpe. Le pregunté a M si había oído esa frase picarona, ya que dudé por unos instantes de mis propios oídos. Pero ella dejó el tenedor sobre la mesa y me miró directamente a los ojos con gran indiferencia. Ni me contestó. Y el Papa continuó:“Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe”. Ahí sí que me sobresalté. No podía creer lo que estaba oyendo, ¿lengua?, ¿amor?, ¿címbalooooo? Un trozo de croqueta me salió disparado de la boca, pues a pesar del clarísimo mensaje sexual, M no hacía ni caso. ¿Es que no lo oía? Incluso me había parecido que me guiñaba un ojo. Me froté los ojos, miré a mi alrededor disimuladamente; todo estaba como siempre. Entonces pensé que quizá tendría fiebre. Me toqué la frente. Estaba fría. “Bienaventurados los que son llamados a la cena del cordero”. Aquella tortura continuaba. ¿Era sólo un mensaje para mí? ¿El Papa me estaba llamando a la vida retirada a través de un mensaje subliminal sexual? Debía de conocerme bien, claro. Le conté a M lo que estaba oyendo. “Estás enfermo”, me respondió. Lo pensé unos segundos y llegué a la conclusión de que tal vez tenía razón. Cambié de canal y me tomé un gelocatil, por si acaso.

P. D. : Ja és aquí el Carnaval!!