Por Carlos Rull
Los pasos de August – el triste vagabundo en el que, capítulos atrás, ni siquiera te fijaste, lector(a), a pesar haberte encontrado con él en una esquina cualquiera – le han llevado a la estación central de la ciudad sin aves. De regreso a casa - ¿qué casa?, se pregunta – se deja llevar por la inesperada intuición que le sugiere ir a Estínfalo. Reconoce a los personajes del drama que esperan en el andén. Ve al intrépidamente cauto Hércules, protector indefenso de todos. Al osado Perseo, perdido entre las nieblas de sus propios espantos. A la deslumbrante Helena, Penélope de todos los Ulises, sueño de todos los Aquiles, encarnación única y perfecta de la luna, el agua, el limo, la tierra.
August sonríe, pues de pronto ya sabe. No intuye, no supone, no hipotetiza ni augura ni profetiza, sabe con certeza, con transparente claridad, todo lo que ha de ocurrir – o sea, que sabe mucho más que este humilde narrador -. Y en un asomo de humana piedad el señor del Olimpo piensa – o tal vez decide - que algún día las aves quizá puedan regresar.
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