Por Carlos Rull
Siguiendo a la perfecta Helena, Hércules se sorprende a sí mismo entrando en la estación central de la ciudad sin aves. Un último vistazo antes de dejarse engullir por el enorme edificio le permite distinguir un camión que le resulta conocido aparcando en la otra acera.
En el camión, Perseo contempla por última vez su medallón antes de dejarlo colgando del retrovisor despojándose así de su último peso. Mientas recoge su pequeña mochila de la litera y antes de descender de la cabina decide que dejará las llaves puestas.
Desde el interior de la taquilla de ventas para larga distancia, Paris contempla extasiado la bellísima joven que le pide un billete sólo de ida para Estínfalo. Cuando la joven, pase en mano, le da la espalda para dirigirse al andén, Paris tiene que echar mano de toda su infinita cobardía para resistir el irrefrenable deseo de abandonar el asfixiante cuartucho en el que pasa sus días y lanzarse en pos de la apasionada mirada, la transparente silueta y el prometedor aliento que augura la muchacha. Pero en los tiempo que corren Paris prefiere conservar su sofocante taquilla.
Hércules también compra un billete de ida a Estínfalo y se dirige al andén cuando unos férreos dedos le agarran con enorme fuerza su ancho brazo y le obligan a girarse. Es el vendedor de cupones, un transexual ciego llamado Tiresias, quien con avinado aliento y convulso susurro le advierte: “Volverán las oscuras golondrinas, y todas las demás, pero tú, tú no volverás”.
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